DEFECTOS PERSONALES

Desde que me dijeron que el Internet me vigila, estoy que no vivo. Por lo visto es como un gran ojo que todo lo ve, que conoce mis hábitos y mis gustos, qué bragas me compro y qué bragas me gustaría comprarme, qué libros leo y qué libros afirmo leer. A veces, hasta me manda cosas que sabe que me gustan, para que no tenga que perder el tiempo pensando por mí misma, qué bonico.

      Desde entonces me da como vergüenza visitar páginas que nunca visito, por supuesto. Tengo la molesta sensación de que el Internet me va a juzgar si entro en una página de ‘penes grandes’ o de ‘miniaturas de porcelana’. Los penes grandes no me interesan demasiado, prefiero las mentes grandes con independencia de la magnitud de sus penes, pero las miniaturas de porcelana me dan aprensión desde que mi madre me regaló una al cumplir los siete años. La pobre no se acordaba de que era mi cumpleaños, y en una maniobra desesperada me envolvió una que tenía en casa desde que el mundo es mundo, un conejito al que le faltaba una oreja y la pata izquierda. Siempre creyó que no me había dado cuenta, porque reaccioné con tanto entusiasmo que quedó convencida de que ese sería el regalo que me haría durante el resto su vida. Cuarenta y dos años después, tengo una magnífica colección que detesto en silencio desde el primer día (interesados contactar por privado).

            Ahora ya no me planto de cualquier manera delante de la pantalla; antes tengo que ponerme una blusa decente y peinarme, incluso me compré unos polvos para evitar los brillos en la cara, que no quiero que se piense que soy una dejada. Pensé también poner un cuadro en la pared que tengo justo detrás; tenía que ser algo clásico, serio, que denotara inteligencia. Hoy, por fin, me llegó de China el póster de los hermanos Marx; queda genial, sobre todo después de haber pintado la pared de ese azul eléctrico que transmite tranquilidad, serenidad y confianza, aunque lo peor fue quitar primero aquel papel tan hortera que se escondía detrás del jodido gotelé. Pero el esfuerzo ha merecido la pena, porque parezco una presentadora de informativos.

            Aún así, me da coraje y ya no disfruto igual. Si fuera capaz, haría guarrerías delante del ordenador, como rascarme una teta sin disimular o investigar las sorpresas que me aguardan en el interior de las orejas y la nariz, pero me da mucha vergüenza hacer eso delante del Internet. Obviamente no estoy bien, cuesta mucho dejar determinados hábitos; cualquier día me lío la manta a la cabeza y me largo, pero primero tengo que encontrar un buen tutorial para enredarme la manta con un poquito de estilo. ¡Ay! Todo son problemas.

            No sé qué hacer, no quiero estar todo el día visitando páginas sobre avances científicos, documentales sobre procesos cognitivos, tutoriales para hacer análisis lingüísticos o foros culturales. No puedo ver ni un vídeo más de Antonio Escohotado, por más que le reconozca su eminencia. No puedo. No puedo y no estoy bien. No estoy bien y no sé cómo volver a estarlo después de saber que el Internet me vigila. De momento, mientras decido qué hacer, voy a comportarme como una loca, una pobre analógica, y bajar a la biblioteca cuando quiera saber algo, medida de urgencia para preservar mi intimidad, eso que solo conozco yo, los bancos, las grandes multinacionales, todas las administraciones del Estado y el vecino de enfrente, el del telescopio.

Sasa Sosa ha abandonado la conversación.

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