La cabina

            Ayer estrené mampara de ducha, de esas modernas con botones de masaje y cierre hermético que ahora llaman cabinas. Antes tenía una cortina, una cortina preciosa con peces de colores, pero me pareció que también el baño necesitaba entrar en el siglo XXI y la arranqué de cuajo sin contemplaciones.

            Ser espontánea está bien y la verdad es que me sentí liberada; el problema es que aún no había comprado ninguna mampara ni había contratado a nadie para instalarla. El proceso duró tres días, tres interminables días sin mi preciosa cortina de peces de colores y sin mampara; tres terribles duchas arrimada a los azulejos, muerta de frío por no abrir demasiado el agua y que se me empapara el puto baño de mierda que no soporto limpiar. Al cuarto día llegó el técnico con mi mampara nueva, con mi actualización en el mundo húmedo y apasionante de los cuartos de baño. Era feliz.

            No me importó que el piso de toda la casa quedara hecho una auténtica mierda, con huellas de polvo que iban y venían con una persistencia insufrible, por mucho que le había dicho al tipo que pisara por el caminito de papel de periódico que había hecho especialmente para él. Tampoco me importó que las impolutas toallas blancas parecieran trozos de carbón, o que en los azulejos no se necesitara luz ultravioleta para ver las huellas del responsable del guarricidio. Solo sé que cuando el operario se marchó, me faltó tiempo para quitarme la ropa, y a trompicones, dejando un rastro textil a mi paso, llegué al baño en pelota picada, impaciente por probar aquel prodigio de la ingeniería.

            Abrí la puerta de la nave espacial y entré un poco vacilante. Por supuesto, no me había molestado en abrir el ladrillo de libro de uso que parecía el último éxito de Ken Follet, -leer el libro de instrucciones es de cobardes- pensé, así que empecé a apretar botones a lo loco. Una explosión de chorros me inmovilizó atacándome por todos los flancos mientras el vapor acumulado me dejaba completamente ciega. Temí que al salir hubiera hecho un viaje en el tiempo, o peor aún, que apareciera teletransportada en la casa de mi vecino. Me llevo muy bien con mi vecino, pero no sé qué pensaría si me encontrara de pronto en pelotas en su baño. Empecé a ponerme nerviosa y sentí que me faltaba el aire, así que sin hacer descompresión, intenté abrir la puerta, pero estaba atascada. Mientras tanto, los chorros seguían atacándome y la provisional ceguera me llevaba directa a un ataque de pánico. Me sentí como José Luis López Vázquez en la cabina pero peor, porque, apareciera donde apareciera, yo estaba en pelotas. Estuve un tiempo indescifrable luchando entre la vida y la muerte, debatiéndome por respirar en medio de aquella nube de vapor y agua hirviendo mientras forcejeaba violentamente con la puerta. Un resumen más bien penoso de mi vida me pasó ante los ojos y me pareció incluso empezar a ver el famoso túnel, hasta que, de pronto, la puerta se abrió y me precipité al exterior boqueando como un besugo fuera del agua.

            La experiencia fue tan traumática que volví a llamar al operario y le pedí que me desinstalara aquella máquina infernal inmediatamente. Ese mismo día compré una preciosa cortina de baño con peces de colores, porque el siglo XX también tenía sus cosas buenas.

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